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En compañía de ellas, soy feminista


Efímero prefacio

El texto que sigue lo escribí en 2015[1]- Hoy decidí desempolvarlo en este día tan significativo para las mujeres. Resulta que estoy haciendo un ejercicio de reubicación dentro del feminismo y me sirve revisitar(me) en esos ayeres. En el proceso que estoy ahora, como feminista, tengo muchas más preguntas que respuestas, algunas tensiones y reconfiguraciones conceptuales

pero coincido aún en el legado de las mujeres que acompañan mi historia y estoy expectante de saber todo lo que se irá tejiendo a él. Solo por ahora, agregaría a ese legado a mis terapeutas mujeres que me han acompañado en otra escucha, con otras lentes; a las amigas, las de ayer, las de hoy, a todas que en conjunto hemos tejido saberes desde la experiencia cotidiana en las coincidencias, las discrepancias, las cercanías y las distancias. Y por supuesto, agregaría a mi hermana con quien comparto convicciones, historias, preguntas, valores, amistad y respuestas llenas de memoria que me ayudan en reconstruir mi historia y comprender(me).


En compañía de ellas: Soy feminista

¿En qué momento decidí ser feminista? Esta es una pregunta difícil de responder, porque en realidad esto ha sido un proceso en el cual identificar un inicio resulta complicado. Y es que en cada momento de la vida, las personas somos marcadas por experiencias, relaciones, normas e historias con las que nos vamos construyendo. Aún con esa dificultad, puedo identificar algunos hilos que me ayudan a pensar en mi devenir feminista. Uno de estos tiene que ver con la herencia de mujeres importantes en mi historia que, a su manera, me compartieron el sentimiento de injusticia de género y en consecuencia la convicción de querer construir otro mundo, y pensar que eso era posible: mis abuelas, mi madre y mis maestras.


Las abuelas. Mujeres que compartieron la generación pero con historias y posiciones tan disímiles. Una, resistiendo a la frontal y dura violencia patriarcal que marcó su historia de vida; mujer trabajadora, de aquellas que llevan a cuestas lo que la teoría feminista califica como “doble jornada de trabajo”. Ella trabajó siempre, de manera gratuita a través de las tareas de cuidado y domésticas para su familia, pero también de manera remunerada en tareas también ligadas a lo doméstico y al cuidado de otras personas: con esa doble jornada sostuvo a sus 9 hijas e hijos. La otra, sin ser una disidente declarada, tenía rebeldías y no asumía del todo su rol de género. Le interesaba el saber: leía todo el tiempo mientras pudo, y cuando se dignaba a compartir algo de su pasado dejaba ver cómo el estudio había sido su elección de vida, aún cuando no pudo llevarlo a cabo del todo. Nunca le importó el trabajo doméstico: recuerdo ir a su casa llena de telarañas que en ese momento llenaban mi imaginación para inventar fantásticas aventuras de juego. Hoy sé que cada una de esas telarañas fueron mensajes que confrontaban las posiciones de ambas abuelas y me permitieron no tomar por sentado el rol doméstico asignado socialmente a las mujeres.


Mi madre. Magnífica mujer que creció en aquella casa llena de telarañas y estoy segura que a ella también le provocaron dudas sobre lo que se supone que debe ser una mujer. Parte de su vida estuvo marcada por un camino más tradicional, al menos en apariencia, donde la desigualdad de género le trajo algunos sinsabores. Ella también resistió, y además hizo un movimiento distinto y que fundó el lema de vida personal que me acompaña desde que tengo memoria. Con palabras, quizá sin darse cuenta, con actitudes, gestos ya palabras al aire logró darme un mensaje que yo traduje así: “Hija, esto es injusto. Yo por ahora no puedo hacer más, pero tú tienes que lograrlo, ¡puedes lograrlo!” Mi madre reconoció la injusticia de género y le puso nombre. Ese es el primer momento político que han hecho las feministas: ponerle nombre a la desigualdad. Ella logró transmitirme que otro mundo podía ser posible al enseñarme aquellas palabras, y al legitimar el sentimiento de injusticia que yo tenía al ver el trato desigual que nos daban a las niñas y niños en un extremo de la familia extensa. Así que no sólo aprendí a no tomar por sentado el rol doméstico asignado a las mujeres, sino que –de la mano de mi madre- también aprendí que eso tenía que transformarse y que esa era una lucha necesaria, válida y legítima.


Las maestras. Finalmente las maestras feministas que he conocido en la universidad y en diferentes espacios de formación: han sido mujeres generosas, todas ellas con la convicción de formar a las más jóvenes en el feminismo. Con ellas me acompañé de las feministas históricas leyendo sus textos y comprendí la desigualdad de género como un hecho histórico y complejo; aprendí que feminismo no era una mala palabra y que por el contrario buscaba la igualdad y equidad entre mujeres y hombres. Entendí que esto no significaba hacer de los hombres concretos unos enemigos a quienes exterminar, sino buscar desarticular una estructura más amplia que produce la desigualdad de género. Aprendí que la teoría y el movimiento feminista tienen una historia llena de diversidad de más de tres siglos, y que siguen siendo necesarios en un mundo donde las mujeres aún vivimos desigualdades. Entendí que mi situación como mujer universitaria, urbana, clasemediera y heterosexual posibilita un espejismo de igualdad, en tanto que el acceso que mujeres como yo podemos tener a distintos espacios crea la ilusión de una supuesta igualdad para todas. Y entonces entendí que hay expresiones de desigualdad muy veladas que también hay que evidenciar, que nuestros derechos están tomados de un alfiler; que mientras existan mujeres que no tienen acceso a la educación, que no puedan trabajar por ser las responsables de los cuidados en sus familias, que tengan dobles jornadas de trabajo, que ganen menos por el mismo trabajo con respecto a los hombres, que vivan violencia en sus hogares o espacios de trabajo, que no puedan caminar con tranquilidad en las calles por miedo a un asalto sexual, que sus cuerpos sean violentados cómo método de represión social… mientras existan todas esas y más situaciones en la vida de mujeres en el mundo, no podemos hablar de igualdad de género.


Así es que mi historia particular en un espejeo constante con los saberes, las experiencias y las denuncias hechas por otras mujeres, me ha llevado a mirar con otros ojos lo que parecía obvio. Por supuesto que también ha habido hombres que potenciaron este proceso, pero hoy decidí empezar por las mujeres: no es excluir, es simplemente hacer un acto político de reconocimiento mutuo, de reconocimiento –como diría Marcela Lagarde- de la condición de género donde hay desigualdades compartidas en tanto mujeres y por tanto es un acto de sororidad. Es una forma de sintetizar un proceso y de posicionarme políticamente; no podré ubicar el momento exacto en que me hice feminista pero si puedo saber que llegó un momento en que tuve la certeza de que no estaba sola y entonces decidí decir sin tapujos: SOY FEMINISTA.




[1] Publicado en la sección Letras Púrpura de la revista digital La Crítica.

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